El cronista observa la copa al trasluz y se asoma a la inmensidad del sol en el océano. Oro viejo bruñido y trabajado por el paso de los años, por siglos de tradición. Tradición de todos los sures concentrada en una sola copa. Penumbra de la bodega, humedad cercana al mar, necesario silencio. Puerto y sol en cubierta. Brisa en el rostro, suave salinidad templada por el paso de los años. Cuchillo, sí, acero, también, pero envuelto en mil algodones, amable, noble. Larga persistencia de una tarde que no quiere ceder su lugar junto al sol. Óxido y almendras amargas. El cronista recuerda un taller de ebanista en su pueblo, puertas abiertas a la calle, olores de cola inundando el aire. Madera vieja, reposada. Nueces algo verdes. Abejas zumbando bajo el sol de septiembre.
El cronista y sus acompañantes no salen de su asombro: ¡las mariposas de Heymann-Löwenstein han migrado a s'Albufera d'es Grau! Profunda mineralidad, pizarra azul desmoronada en estado puro. ¡Un vino digno del hogar de un hobbit! De impactante sequedad en boca recuerda, al mismo tiempo, el contacto de la mano sobre una pizarra caliente al sol, caricia dorada, temple bien domado. El cronista revive sus tardes de niño al sol de la Catalunya interior, caminas junto al campo de trigo al atardecer, sí, tocas un poco de romero, otro poco de tomillo y hueles tus manos. Así es este vino. Flor de camomila. Miel y acacias. El campo en mayo o junio: éxtasis de la polinización. Largos paseos por la playa, el cronista recoge un pedazo de madera, seco tras larga travesía, quemado por el sol y el salitre. Lo huele. Así es este vino.
Al cronista le llegan como centellas a la memoria los paseos por Sevilla bajo los naranjos en flor. Aromas de azahar en el ambiente, densidad y, al mismo tiempo, transparencia azul del aire. Perfume limpio y casi embriagador. Vino amable, vino goloso, vino, al mismo tiempo, ligero. Humedad del monte al amanecer. Después, sol y alegría de un perezoso septiembre, siempre a la sombra, con frescor. En esa hondonada umbría, en el tronco de un árbol, asoma el musgo. El cronista huele sus primeras mermeladas inglesas de frutos antaño exóticos: ¿es eso mango, la parte más fibrosa, ligera y sabrosa de la fruta que roza casi su corazón de madera? Bien pudiera ser.
Creo que el primer vino tendría que ser conocido y disfrutado por cualquier persona que ame la vida buena, sin más. Es uno de los grandes de este país, del Marco de Jerez y, por lo tanto, del mundo. Su precio en relación con lo que da, es ridículo, la mejor, la única (con casi 20 años a cuestas), manzanilla pasada que he probado. No tiene precio, en realidad. El segundo vino es algo especial, caro para lo que uno esperaría del lugar y de su tradición (sobre los 25 euros), pero satisfactorio tras una buena ventilación. Con todo, hay malvasías secas que me gustan más, sobre todo del macizo del Garraf y alguna de Lanzarote. Es un vino con personalidad marcada del que me queda la duda sobre qué pasaría si lo tomara más joven. El tercer vino es un vino amable, casi de meditación, que preparó e ideó para Ordóñez A. Kracher Jr., q.e.p.d. Es más amplio y menos concentrado que un Ariyanas, por ejemplo, menos atrevido y profundo que un Molino Real, también, pero es un vino muy agradable. Sin duda es el que conectó mejor con el paladar de los invitados italianos. Me gustaría probar otros números de sus selecciones pero son difíciles de encontrar por aquí.
El título de este comentario es de la cosecha de Manuel Camblor, extraído de su post de 28 de agosto de 2008.
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