
Con una tradición que arranca de inicios del segundo milenio, el monasterio de Orval atesora una experiencia en la fabricación de cerveza, casi única en el mundo. El amigo Whiskerion, una panza agradecida como la mía para con las bondades de la madre tierra, proponía el otro día (cuando comentábamos las sensaciones que producía en nosotros el Brettanomyces) una comparación de lo que yo había descrito en un vino de H. Bizeul con la cerveza Orval. Y ni corto ni perezoso (hacía ya mucho que no la probaba, tanto tiempo como hace que no estoy en Bélgica y jamás había tomado una nota en ese empeño), me fui a comprar unas botellas a mi proveedor habitual. La cerveza Orval, cuya historia y peculiaridades de fabricación están explicadas con lujo de detalle en su
web, usa una mezcla única de cebada normal (pálida) y de cebada ligeramente caramelizada a la que después, por infusión, se añade azúcar cande. Cuando el "mosto", al que se añaden las levaduras de la casa, se ha convertido (a temperatura siempe controlada) en cerveza joven, pasa a reposar durante tres semanas en tanques de acero, a 15ºC.

Levaduras seleccionadas por Orval provocan la segunda fermentación en los tanques, y a ello se añade lúpulo fresco (las flores hembra del lúpulo aromatizan extraordinariamente una cerveza), que le da a esta cerveza un aroma y un sabor únicos. La cerveza es filtrada antes de embotellar, para eliminar las lías y el lúpulo en suspensión y antes del embotellado, se le añaden levaduras frescas y azúcar cande líquido, en mínimas proporciones. Las botellas, de 33 cl y 6,2%, reposan durante cuatro semanas antes de su comercialización. Yo las compré a 2,8 euros la botella y conviene decir que con este proceso de fabricación, para poder degustar y disfrutar de las cualidades de la Orval, es importante no servirlas muy frescas. Ellos mismos recomiendan 12-14ºC y, aunque eso atente un poco contra nuestra costumbre cervezera, yo os pediría que hicierais la prueba (la misma que hice yo): una botella a esa temperatura y otra a 8-9ºC. Yo me quedo, sin duda, en la franja de los 12ºC.

La cerveza la tomamos con un pan con tomate, acompañado de quesos (teta gallega, un manchego semicurado y un gruyère) y de las butifarras que sobrevivieron al jueves lardero. La combinación fue buena de veras: esta cerveza es de un color ámbar profundo, que casi roza el caoba o el wengé, denso y turbulento, con una espuma de consistencia media, sabrosa aunque bastante etérea (no se mastica, vaya). Sus aromas son los del azúcar quemado, los de la regaliz en palo, levaduras y malta. En boca tiene también una consistencia grande, de cierta densidad aunque con un paso muy agradable y fluido. Lo mejor llega con su posgusto, largo, enorme, con un amargor intenso pero nada ofensivo, a medias entre el Eko sin azúcar que tomaba de niño, la alcachofa en forma de aperitivo y los olores de la tierra quemada (rastrojos). Ha sido, sin duda, un reencuentro afortunadísimo, el mío, que no me ha recordado los olores del brett, pero que me ha devuelto una cerveza grande, muy grande, que hace honor al nombre con el que la conocían los monjes de Citeaux: "pan líquido": ¡menudo alimento!
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