21 de març, 2008

Pasos y armonías


Pienso que no hace falta creer en dioses o en religiones para emocionarse ante un paso en la semana santa andaluza. No voy a concretar, aunque en esta ocasión el "pretexto" sea la visión de una Virgen Dolorosa en San Fernando (Cádiz), antes de su salida. Emociona, intimida a ratos, sorprende siempre, la intensidad con que el pueblo andaluz vive el eterno viaje de Cristo de la Cruz a la Resurección, del infierno a la vera del Padre. Mucho respeto me produce, además, y variados motivos de reflexión. Uno de ellos, no podía ser de otra forma en este cuaderno, es el de la armonía. Armonía la que se da entre la pasión de la imaginería andaluza y el fervor del pueblo que atiende a los pasos, que cumple con sus penitencias, que le canta al Cristo crucificado o que acude, en espeso silencio, a la procesión de imágenes y cofrades. Armonía la que me propuse resolver, también, entre la contemplación de estas imágenes nacidas de la devoción popular y la pasión que siento por los vinos andaluces, sobre todo los que son, por tantas cosas, únicos. Los de crianza biológica y oxidativa. Alder Jarrow planteaba no hace mucho variadas armonías: ¿con qué música tomarías tal vino? ¿Con qué vino contemplarías ese paisaje? le comentaba yo. ¿O con qué complemento ideal disfrutarías de esta pintura o de aquella lectura?


Dicho de otra forma, ¿con que vino digeriría yo las emociones vividas ante la visión de un paso como éste? Muchas vueltas le he dado y mucho ha pesado en mí, en positivo por supuesto, la muy reciente visita a Valdespino (en Jerez, de la mano de Eduardo Ojeda, de la que escribiré pronto). Mi respuesta es: una botella de Amontillado Coliseo. Por supuesto, tratándose de la COLECCIÓN, con mayúsculas, de Valdespino, se trata de un vino único. Nacido de soleras centenarias, este vino generoso de 22ºC catado a pie de tonel, ofrece sensaciones tan únicas como las de Dolorosa: un color ambar subido, casi de caoba recién bruñida, pero con matices de yodo y ese reflejo mínimo de verdor que presentan todos los vinos de palomino que han envejecido muchos años en bodega y que están en una fase evolutiva importante. Aromas de barniz de inmediato, de cola de carpintero y de pegamento, aires de lentitud y de parsimonia en copa, de meditación, se alteran ante la finura del cítrico, ante el recuerdo de las nueces y ante un fondo de licor de abadía. De pronto, la saeta rompe el silencio del paso, en la bodega: una entrada en boca poderosa, casi afilada, con poder, con alcohol asombra por su carácter amable, por su persistencia, por su final interminable. Llega, lo ves, te emociona su andar vivo, pero al mismo tiempo de cadencia amable y lenta, y no quieres que se marche. El amontillado Coliseo es, sin duda, un vino para la meditación y para saborear, de puertas para adentro, las emociones vividas en el exterior.

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